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A veces los recuerdos pueden parecernos efímeros, puede parecer que se desvanecen entre las sombras y que pasan a la fase del olvido. Hay recuerdos y recuerdos, sí, pero nosotros, los soñadores, necesitamos de esas pequeñas luces que brillaron en nuestra vida para recordar quiénes somos, para saber qué es lo que mejor sabemos hacer.

Quizá presente y el futuro se unan abriéndonos una realidad inesperada y llena de novedades, pero a veces, es bueno saborear los momentos que ocurrieron, las aventuras, las canciones, los viajes, los sueños que nos hicieron así, y me alegro, me costó mucho entenderlo pero me alegro de que todos mis recuerdos permanezcan dentro de mí, esos momentos son los que me han construido y me han hecho brillar de esta manera.

La felicidad es algo que se va labrando, se va labrando con el paso del tiempo y las circunstancias, se va cultivando como si fuera una flor en un semillero que debe alimentarse de las experiencias, y sin esas experiencias la vida estaría vacía. Puede que en algunos momentos necesitemos ese faro que nos guía en la tormenta, de esas sensaciones y lecciones de vida que nos recuerdan que la luz de nuestro interior nos puede dar la mano para iluminarnos dentro de nuestro laberinto.

Pensar que las tardes bailando bajo la lluvia me siguen sacando una sonrisa, seguir sintiendo el viento cuando me columpio, cuando corro, cuando canto y bailo, cuando veo rosas en los jardines, cuando miro las estrellas por la noche, sentir esa brisa en mi pelo que me recuerda la importancia de los detalles, que la vida es eso y que hay que ser especial para darse cuenta de todos, hace que siga creyendo en la magia.

Y pueden pasar los años, las décadas y los siglos, y es entonces cuando me doy cuenta de que precisamente, esos recuerdos son los que nos hacen inmortales...

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