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CARMÍN


CARMÍN

21:30

Nathalie mira por la ventana. En ese momento es el cristal quien congela el frío y un poco de vaho empapa la visión nocturna de los edificios. Aún faltan diez horas para que el sol recorte la ciudad de nuevo. No queda nada para que su amiga entre por la puerta.

Geneviève camina apresurada bajo el inclemente frío del invierno, buscando entre su bufanda un resquicio de calor, ese calor por el que implora, que necesita desde hace tanto. Sus manos permanecen paralizadas en los bolsillos, sujetando una dirección garabateada en carmín.
Los tacones están a punto de quebrarse. El portal número diecisiete acude a la cita. Geneviève encoge su paraguas, se encoge ella misma, deja entrar el frío en su cuerpo mientras sujeta el guante derecho con su mano izquierda. Llama al timbre, ese timbre que hace una llamada a la imprudencia inocente del deseo.

El sonido del timbre agudiza los oídos de Nathalie. Lentamente se gira y, dirigiéndose al telefonillo, el estómago actúa de montaña rusa, de impacto cerebral. Allí la ve, tiritando con el abrigo rojo y la nariz congelada. Descuelga el teléfono y, sin decir una palabra, abre la puerta.

21: 45

Las dudas empiezan a hacer impulso en el estómago de Nathalie, van bailando al compás del ascensor que llega. ¿Qué dirá ella? ¿Qué pensará? Nathalie comienza a rememorar, en ese breve lapso, todo ese tiempo que pasaron juntas; a preguntarse si seguirá existiendo esa niña en ella, si sabrá reconocerla en sus ojos.

Geneviève va ascendiendo al último piso, su piso, el de Nathalie, el lugar de las dudas, la habitación de las indeterminaciones. El flexo parpadea y la puerta se abre. El reloj se ha congelado. Nathalie aguarda, impaciente. Los segundos que separan el ascensor de su corazón parecen sintonizar una canción eterna. Intenta vagamente peinarse con la mano mientras escucha pasos acercarse. Casi la siente al otro lado de la puerta. Puede incluso oír su respiración, sus latidos.

Geneviève llega: un momento incómodo, una sonrisa incauta, un abrazo que significa todo. El bolso cae al suelo y el pintalabios rueda por el parqué.  Comienza a girar y a girar, como un tiovivo atascado en las curvas del deseo. Un abrazo permanente ha quedado sellado en el reloj de pared del tiempo. Nathalie sonríe porque el carrusel se amaina, Geneviève por lo contrario. El pelo pardo cobrizo de Nathalie se entremezcla con el dorado de su amiga, como dos pinceladas fundiéndose en lo acuoso de un folio.

Ahora las distancias parecen no tener lugar, parecen inexistentes en las casualidades de la vida. Pero siguen siendo aquéllas mismas que habían atormentado los días y las horas, que lo habían llenado todo de impaciencia, de una terrible indecisión inaguantable, que habían causado todos esos quebraderos de cabeza,  dolores de estómago que no parecían surgir de ninguna parte. Ahora, parece que todo se ha teñido de esa textura extraña, propia de los sueños. Sin embargo, el despertador tiene que sonar y el tiempo vuelve a correr. Se separan y ellas sienten despertar de un dulce sueño.

22:30

 La noche ha caído y Nathalie ofrece algo de beber a los agrietados labios de Geneviève, maquillada de cansancio.

Más que cansada, Genevieve se siente exhausta, con el corazón desbocado y el cuerpo entumecido. ¿Qué hace en la casa de Nathalie? Nathalie se había convertido en una desconocida y, sin embargo, no apartaba sus ojos de ella, de esa extraña que, en el fondo, sabía que no lo era. 

Mientras le prepara una bebida, cierra momentáneamente los ojos, nueve segundos de caos mental finalizan con un chasquido de cristales.

La copa se ha roto y los cristales de hielo se esparcen por el suelo. Geneviève acude al invierno helado de la cocina. Allí ve a Nathalie, que tiene sangre en su pierna derecha. Hay alcohol en cada rincón, hay caos por toda la habitación. La apacible velada se está convirtiendo en una noche caótica, o no. Poco les importa. Algo ha empezado ya y no saben muy bien qué. Es sólo una sensación como de euforia controlada, de fascinación silenciosa.

22:45

Genevieve pasa un algodón con agua oxigenada por la sedosa pierna de Nathalie.  Tratando de quitarle el cristal de la pierna, su amiga frunce el ceño y una muesca de dolor se manifiesta en sus labios. Hay algo en ese momento, algo intenso, quizás, algo desconcertante, algo que no saben controlar, o puede que sea el vino tinto, que está encharcando el suelo y también la mente. Se miran sin decir nada. Sólo se saborean en silencio, tímidamente y discretamente, intentando enmascarar su rubor. Casi sin querer se acarician, con la excusa de las heridas de Nathalie. Ella roza con las suyas las manos de Geneviève, tan delicadas, tan pequeñas, con un tacto suave y perfecto. Nathalie sonríe cuando el daño se manifiesta. Cualquier momento es soportable si esos ojos ámbares hacen competencia al dolor.

Las manos rojas de uñas rojas dejan correr el agua por los dedos. Nathalie sigue sentada con la pierna desnuda sobre el taburete. Geneviève va preparando agua hirviendo para un té de jazmín, jazmín como el perfume de Nathalie, ese olor que acude en las noches lluviosas como un compañero a la soledad, ese olor tan característico que al cerrar los ojos se manifiesta con un suspiro.

Nathalie contempla a Geneviève, su amiga, la que siempre se caía del columpio y se rasgaba las medias, ahora estaba curándola en su cocina. Le viene a la mente la imagen de cuando eran dos niñas pequeñas y se arañaban con los bordes de las piscinas o las cortezas de los árboles, o se caían al suelo y se raspaban las rodillas, y también comenzaban a sangrar como ahora.

23:00

El té ya está listo. Genevieve lo sirve en unas tazas descoloridas por el tiempo.  Tiempo es lo que no tiene en este momento, tiempo para pensar, meditar, darse cuenta de lo que estaba pasando; hoy no hay tiempo para el tiempo, los impulsos son los que se imponen al reloj.

Nathalie observa cómo su amiga se sienta frente a ella, coge la taza cuidadosamente y se la lleva a la boca. Geneviève, con una expresión de dolor, la deja de nuevo en la mesa y se moja los labios, esos labios carnosos de carmín, tan sedosos y deseables que parece que están llamando susurrantes al deseo. Nathalie también se moja sus labios.

23:15

La tensión se palpa en el pequeño universo femenino, en ese refugio construido por dos desconocidas, una diminuta cueva ajena a la tormenta, ajena a todo lo que pasa en el resto del mundo. La noche, simplemente, no permite si quiera pensar en nada más.

El calor se hace realmente insoportable. Nathalie se acerca a Genevieve y le quita la taza de las manos. Acto seguido la mira con esos ojos verdosos acuáticos, ese mar rebelde que le muestra tesoros ocultos bajo la arena, esas pupilas dilatadas que le rebelan las pautas de cómo escapar de su interior, de cómo sentirse liberada por una noche. Una decisión, un arrebato, basta para hacer de la fantasía una realidad tangible.

Los ojos de Geneviève, por el contrario, reflejan miedo, un miedo indescifrable que no sabía describir del todo, ni siquiera entender. Quizá es miedo a la indecisión, a la novedad, a admitir que existen monstruos que se enredan en su interior. Su pequeño refugio empieza a ser demasiado grande, con demasiadas dudas. Sin embargo algo ocurre. Nathalie se acerca y la mira: un dualismo de espejos dispares empieza a reflejarse hasta rozar el infinito.

–Geneviève, deja la mente en blanco, déjate llevar entre las olas de mi mirada, déjate llevar por el camino de los sueños, deja al consciente hacerse inconsciente–, no hace más que pensar Nathalie, casi entre susurros, anhelante.

Una mirada y una sonrisa de complicidad bastan. Los espejos estallan en un beso de fuego, las luces se apagan, los cristales del suelo se esconden, el té empieza a hervir y el reloj se rompe de nuevo. Los dos labios se juntan en un encuentro juguetón y torpe. Los labios de Nathalie están tan húmedos, tan reconfortantes al adormecerse entre ellos, pero a la vez desprenden demasiadas chispas que arden como para mantener el cuerpo en calma.

Los carnosos labios de Geneviève son ahora posesión de Nathalie. Esos labios de carmín con los que tantas veces había soñado en silencio son suyos por fin. Un beso eterno ha comenzado una espiral sin salida. El nivel del suelo asciende, ¿o es el techo el que va disminuyendo el tamaño? La única certeza posible es que están cerca, muy cerca, demasiado cerca. La respiración de ambas va acelerándose y los corazones laten al ritmo de la lluvia, que cae sobre sus cabezas. ¿Las manos de Nathalie acarician el pelo de Geneviève, o son las manos de Geneviève quienes están entrelazadas en su cabello? Poco importa.

Nathalie se separa momentáneamente de ella. Sin embargo, un susurrante “No pares” la incita a seguir. La melodía de la noche es estrepitosa; la tormenta y los rayos caen cada vez con más fuerza e intensidad. Geneviève va notando cómo las manos de Nathalie van descendiendo por su cuerpo hasta sus caderas, siente cómo poco a poco la cremallera de su vestido granate desciende y percibe el frío en su espalda. 

Geneviève cierra los ojos y saborea cómo Nathalie la va desnudando hasta quedar en ropa interior. Finalmente, le coge la mano y la lleva hasta su dormitorio. Se coloca encima de ella y le aparta el cabello a un lado para besar su cuello. La piel de Geneviève se va humedeciendo con la cálida saliva de Nathalie, quien con un hábil juego de manos la deja completamente desnuda, completamente descobijada. Se pone frente a ella y la incita a desabrocharle la camisa, y Geneviève, con cada botón que deja atrás, va acercándose más al universo oculto de Nathalie.

Desnudas las dos, apenas tienen tiempo para la observación. Siguen tan cerca que ni el aire corre entre ellas. Los besos por el cuello de Geneviève van descendiendo hasta sus senos y Nathalie empieza a acariciarlos suavemente mientras los besa. Son tan  firmes y hermosos que hasta da pena tocarlos; parecen en todo momento a punto de romperse. Geneviève no podía contener gemidos de placer cuando las manos de su amiga descienden aún más hasta su sexo, tocándolo,  jugando con sus labios y con su clítoris de una forma casi infantil. Empieza a adentrarse dentro de ella con sus dedos y su boca desciende por su tripa hasta llegar al punto donde se encuentran sus manos. Se muerde los labios mientras su respiración se va incrementando.

Finalmente, Geneviève empieza a gritar cuando Nathalie la penetra por completo y cuatro, cinco o seis mil orgasmos empiezan a acompañar a la melodía de la lluvia, orgasmos de voz suave y delicada, de liberación, gritos de placer que hacen que Nathalie vaya acrecentando el ritmo cada vez más, hasta que la humedad llega a ser insostenible y los ojos entrecerrados de Geneviève la llaman. Ahora la bestia ha despertado. El miedo se ha ido.

00:00

La mente en blanco y el corazón en rojo. Los ojos de ambas brillan con las pupilas totalmente dilatadas, reflejo sobre reflejo podía palparse el amor. El cuerpo ardiente de Nathalie como una chimenea repleta de madera en invierno, desprende un calor tan agradable que se va expandiendo por las sabanas mezclado con un aroma a jazmín.

Los besos de Geneviève descienden: del cuello a la tripa, de la tripa a su sexo, de su sexo a los dedos de los pies. Besos delicados, mordiscos suaves, caricias tiernas. El conjunto es terriblemente excitante, las voces rebotan por las paredes internas y externas.

Sus dedos se introducen ahora en el cuerpo de Nathalie y la humedad hace fluir el movimiento. Los labios en sus labios, la lengua juguetona hace que el flujo sea extremo. Geneviève se muerde su boca de cereza cuando siente en su oído la respiración acelerada de Nathalie, el placer no puede contenerse en la almohada y un desmayo se apodera de ellas. Finalmente, la petite mort tiene su lugar y una ola inunda las sábanas.

00:30

Las cortinas se mecen por las corrientes de aire y el olor a lluvia se adentra en aquel rincón único, exclusivo y eterno. 

Están tumbadas en la cama y de pronto, se percatan de que existen las horas y el espacio, de que está pasando algo increíble: lo onírico es real.

La habitación parece estar cubierta de un vapor de agua que nubla hasta los pensamientos, todo se difumina e infinitas posibilidades parecen poder cumplirse.

El sueño comienza a perpetrar en el caótico laberinto mental de Geneviève, la calma tras la tormenta llama a la puerta de madera, la relajación tras el terremoto de convulsiones se impone en la estancia.

Nathalie observa a Geneviève cómo se observa lo desconcertante, a lo desprevenido. Ella siempre ha estado ahí y del mismo modo, parece haber llegado sin avisar, como las mareas que suben repentinas y en una noche lo arrasan todo. Observa cómo su sube y baja su cuerpo por la respiración tranquila y pausada que la gobierna, casi parece desvanecerse. El pelo  dorado con reflejos cobrizos que se extiende por toda la almohada, la incita a acariciar cada cabello, uno por uno, mientras esos grandes ojos ámbares permanecen cerrados, soñando en algún rincón de ese mundo complejo y hermoso. Ese mundo eterno que han creado en una noche infinita.


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