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Baile encantado


Él estaba tumbado en la cama, parecía un hermoso Dios Griego medio cubierto con una finísima sábana blanca que compramos en la India. Yo permanecía apoyada en la repisa de la ventana mientras lo miraba, lo admiraba. Era tan difícil distinguir la tibia luz de la luna con el brillo de sus ojos…
Era un cúmulo de recuerdos y de sentimientos aún por descubrir; era el amor tardío que vivía el sueño de los que abandonaron las esperanzas. Inmerso en sus versos, no se daba cuenta de que su musa lo contemplaba mientras soñaba, mientras escribía, mientras dormía. Como la estrella que surge de la noche y te salva cuando la inspiración te abandona para irse a iluminar a otro artista. Era él, y simplemente él.
Se giró, me miró y en un instante de milésimas de segundo se percató de lo que mis ojos imaginaban. Se levantó de la cama y puso en el tocadiscos el vinilo dorado que nos transportaba a otro mundo…
Me cogió de la cintura y empezamos a bailar. El olor a colonia masculina, los penetrantes ojos marrones verdosos que no dejaban de mirarme, el sonido melancólico de las noches entremezclado con el jazz que se colaba desde nuestros oídos hasta nuestros corazones... hizo que perdiera la noción del tiempo. Las horas eran rápidos segundos que transcurrían como los amaneceres de primavera.
Nunca se daba cuenta de que yo me desvivía por él.
Bailar a su lado era como hacer el amor entre las estrellas con el viento de testigo, la pasión descontrolada hacía que fuéramos solo uno, sobre todo cuando su melena negra envolvía nuestros cuerpos mientras giraban al compás de la melodía encantada de la que nunca despertaríamos.
Sophía

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