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ÁGORA

ÁGORA:

Con Roberto Ballester

Al final me atreví a mirar la esquina, una esquina débil, mojigata, algo lerda, una esquina achaflanada, una esquina que no era una esquina. Pero hasta que pude mirarla, me tragaría mi propia cabeza una y mil veces, me retorcería siempre en un solo rincón, medio a oscuras, sin señales ni alarmas. 

Odiaba las pisadas, las voces de los niños jugando, las conversaciones, los ruidos de los pájaros, los parloteos… todo ese conjunto enmarañado que me atacaba una vez, y otra, y otra. No quise salir, no pude enfrentarme a ese exterior desorbitado que giraba demasiado rápido y terminaba demasiado despacio. A menudo, entrecerraba los ojos y sólo veía  la calle en mi cabeza, como una pesadilla andante que me iba persiguiendo en ese pequeño reducto de una habitación cerrada. Me sentía cómodo allí. Era la madriguera que me ocultaba todo lo demás, la cuna que me protegía: era lo único y lo máximo. 

Mi madre me cerraba las persianas y de esta forma regresaba cada noche a mi querido refugio. Mis familiares reían, “es algo pasajero, pronto será mejor”. El psicólogo decía, “tienes que liberar la mente”. Los pájaros volaban, yo me encerraba. Las comidas se reducían, ya no salía a comprar víveres. Mi pareja se marchó, se asustó, dejó de llamar, dejó de venir. La asistenta gritaba, “¡estás loco, eres un demente!”. Yo sólo miraba, la observaba desde ese claroscuro con ojeras y desesperación. 

Como todo lo importante, al fin y al cabo, sucedió como un golpe en mitad de la noche: sin informar, sin prevenirte varios días por adelantado, ni una sola llamada de aviso. Ocurrió sin más. Una noche no pude abrir la puerta de la habitación y corrí a apagar la luz y a tapar todos los vanos. Sin luz se estaba mejor; de algún modo, la luz era un lejano recordatorio del sol y el sol era inaceptable. 

La gente me odiaba, esos impresentables juzgaban mi forma de vida, oía como mi pareja intentaba tranquilizarlos desde el teléfono, “está bien, ya va mejor, saldremos adelante…”. Saldremos, nunca salimos. Ella cada día se veía más cansada, se fue rindiendo con la misma rapidez con la que yo me adaptaba a mi cueva personal. Las conversaciones se iban reduciendo, esas conversaciones interminables sentados en mi cama, siempre el mismo tema, la misma amargura, el mismo temor. Se cansó, se fue y no volvió. Nunca se lo reproché, no todo el mundo está hecho a la oscuridad de las cuatro paredes.

La casa quedó por fin vacía, en silencio, un silencio que había ido fabricando con mimo y tesón. Sólo, a veces, sonaba el teléfono. Peligrosamente, me olvidé de comer. De vez en cuando, notaba un vacío en el estómago y algo en mí me exigía llenarlo. Revelándome contra mi cuerpo, escogía voluntariamente ir devorándome por dentro. Solía sonar el insoportable chillido del teléfono. Sonaba como algo lejano y distante, algo extraño, algo bárbaro que no pertenecía a la habitación de luz apagada. Tarde o temprano, acabó llegando mi madre; llegó para evitar que acabara por comerme del todo. Después de llorar, se enfrentó a mi habitación como un asedio imposible. Pronto, dispuso una asistenta que se ocupara de alguien que no podía ocuparse de sí mismo y ahí acabó su lucha, pero empezó la mía.

La lucha, esa lucha que me enfrentaba con mi propio yo se volvía cada día más insoportable. Un amargor de fuerzas ajenas me impulsaban a quedarme, a recluirme en mí mismo. El exterior se convirtió en algo sórdido y temible, yo me convertí irremediablemente en una marioneta que no podía controlar. Las personas más queridas me culpaban y mi locura iba en aumento. La culpa… yo no tenía la culpa, era algo mucho más profundo, mucho más intenso lo que me guiaba a ese abismo de soledad. La cabeza giraba, me daba vueltas y vueltas entre los mismos cuadros, la misma estantería, los mismos libros, la misma lámpara oscura. El aire era una necesidad repugnante que necesitaba para sobrevivir. “No necesitas más, no puedes necesitar más”. Mi alter ego era demasiado eficaz como para no rendirme.  

A menudo, gastaba las horas mirando fijamente la ventana, tapiada por las persianas, pero nunca cubierta de cortinas, como si esa ventana cerrada tuviera que tener una presencia necesaria. Otras veces, sin embargo, miraba el pomo de la puerta, solamente el pomo. Ignoraba la madera y el dintel. Sólo importaba ese pomo dorado y metálico, esa esfera extraña que me devolvía un yo deformado como fruto de un espejo convexo. Después de mirar la ventana o la puerta, sólo quedaba acurrucarse y tapar los oídos con las manos para conseguir ese silencio último que resultaba hasta visible y hasta palpable. Después: nada, sólo quemar tiempo notando los latidos, sólo sollozar a veces sin tener muy claro el motivo, sólo refrotarme los ojos, sólo preguntarme: “¿cómo será ver mi propio rostro?”. Por algún motivo, a los primeros días, la asistenta se llevó un pequeño espejo que había al lado de la cama. Nunca supe por qué se llevó el espejo, quizá pensaba que al no verme perdería de vista al enemigo, quizá supuso que me volvería loco mirándome fijamente a los ojos, quizá se lo llevo para que el cristal no rozara mis venas... Nada funcionó. Seguía viéndome entre las sombras, sentado en el suelo abrazando mis rodillas, ocultándome de los rayos de luz de la persiana, metido en la cama con las sábanas por la cabeza. Siempre estaba allí, yo, sólo yo, el único habitante de mi habitación viciada.


Continuará                                                                   

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