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La reina de mis mariposas:

La reina de mis mariposas:

        Por muchas mariposas que haya, Michelle siempre será la mía.

Nadie sabía de dónde provenía el tintineo de cascabeles que acompañaba a Michelle todas las mañanas, pero me gustaba escucharla acercarse, con prisas, casi corriendo a la parada del autobús. Siempre llevaba unos cascos morados que hacían juego con su bufanda y la horquilla de una violeta que le sujetaba el primer mechón de cabello. Descubrí su nombre por casualidad. Nunca he sido un chico cotilla, pero un día miré de reojo su móvil y leí parte de la conversación de whatssap con una tal Patricia que parecía regañarla:  ¡Michelle! ¡Otra vez vas a llegar tarde! Estoy harta de esperarte todas las mañanas con este frío.

Supuse que era normal que llegara tarde, porque el autobús solía tardar mucho rato en venir y a las nueve menos cuarto siempre había atasco.  Todas las mañanas bajaba rápido a la parada y la esperaba. Siempre me alegraba el día ver cómo buscaba apurada la tarjeta del bus, o cómo se ponía sus cascos morados y se peinaba el pelo con la mano. A veces llevaba un pintalabios de cereza y se pintaba los labios. No sé porqué, pero supuse que toda ella olería a cereza.

Cuando veía a Michelle acercarse con su tintineo de cascabeles, no podía dejar de imaginar que realmente llevaba unas alas de mariposa escondidas y plegadas dentro del vestido, que cuando estaba sola en casa se desnudaba y volaba por toda la habitación y sólo permanecía intacta su horquilla de violeta.  Seguramente su sombra eran pequeñas mariposas que seguían a su reina y que lo que se escuchaba era el batir de sus alas.

Un día, Michelle se sentó a mi lado en el autobús y me pidió si podía dejarle el lado de la ventanilla, yo acepté con un “claro” tranquilo y desenfadado para que no se notara mucho que sus mariposas revoloteaban por mi tripa. Ella cogió su mp3 y se puso los cascos. Me sorprendió mucho que llevara el mismo mp3 que me regalaron mis padres a los trece años, pero el suyo llevaba unas pegatinas desteñidas de margaritas y me imaginé un montón de pegatinas de margaritas decorando la pared de su habitación. No me sorprendió cuando vi que estaba escuchando Yann Tiersen y en particular la banda sonora de Amélie, porque en realidad parecían la misma persona. Sólo que Michelle tenía alas de mariposa y podía volar desnuda por su casa y Amélie no. Sus ojos estaban perdidos en el cristal que reflejaba una ciudad emborronada de gotas secas de lluvia. En ese instante Comptine d'un autre été sonaría en sus oídos, y el piano se mezclaría con sus pensamientos mientras las calles pasaban de largo.

Me fijé mucho en ella, haciendo como estaba empanado en la ventanilla, miraba de reojo sus medias negras con un dibujo de una enredadera subiendo por su pierna, su vestido azul primaveral que asomaba entre el abrigo de otoño y su bufanda morada de invierno. Mi mente empezó a visualizar esa enredadera ascendiendo hasta su balcón como en los viejos cuentos de hadas, imaginaba cómo ella cantaba y el sol iba amaneciendo y poniéndose conforme la canción llegaba a su fin. Pero el autobús frenó en el semáforo anterior a su parada y Michelle se levantó, la dejé pasar y la estuve mirando cuando estaba frente a la puerta de salida, enrolló sus cascos, y La Valse d'Amélie junto a sus mariposas se escondieron en el bolsillo de su abrigo.

Cuando Michelle bajó del autobús, estaba tan atontado que no me había dado cuenta de que la siguiente era la última parada y que no tenía la más remota idea de dónde estaba, aunque eso no importaba, sólo me importaba que llegara la mañana del día siguiente y pudiera volver a ver a Michelle. Así que bajé, miré google maps y con las manos en los bolsillos me dirigí hacia el centro mientras pensaba en ella. La verdad es que ni en ese trayecto ni hoy en día podría definir de qué color era su pelo: a veces era rubio, otras veces castaño y cuando le daba el sol desde la izquierda parecía que tenía reflejos pelirrojos; con sus ojos pasaba algo parecido, a veces eran marrones, otras veces verdes e incluso casi amarillos.  Pero tampoco me importaba de qué color fueran sus ojos o su pelo. Michelle, con alas de mariposa o sin ellas, con ojeras o sin ojeras, desnuda o vestida tenía que ser igualmente hermosa.

Al llegar a casa seguía con la misma cara de embobado que llevaba teniendo durante todo el día, sólo que ahora era de noche, las estrellas habían despertado y Michelle parecía brillar en el cielo. Mi madre me llamó para cenar y como no tenía hambre me cayó una bronca increíble, pero bueno, como mi madre era una histérica tampoco me sorprendió. Ese día no me apetecía ni perder el tiempo con el portátil, me tumbé en la cama y tragando techo iba pensando: Ay Michelle… la imaginaba rodeada de cerezos, corriendo, con su largo pelo rubio, a veces castaño y a veces pelirrojo, repleto de margaritas descoloridas. Ella se quitaba su horquilla y todas las mariposas se desprendían de su cuerpo como si fuera una lluvia de cascabeles y de color. Entonces, me di cuenta, de que la horquilla era la llave de sus mariposas.

Acabé durmiéndome con un sabor a cereza en la boca.

La mañana se despertó con un cielo multicolor: naranja, rosa, amarillo y azul. Entonces, pensé que en instagram habría cuarenta fotos nuevas del cielo, ese cielo que parecía el mismo para todos sólo que no lo era. Para Michelle ese cielo era un lienzo donde poder pintar sus sueños mientras miraba por la ventana.
En fin, se hacía tarde, así que cogí el móvil, la bandolera con los libros del día anterior y bajé con un croissant a medio comer a la parada. Ese día raro, mi compañera de sueños había llegado antes que yo. Iba muy guapa: de naranja, rosa, amarillo y azul. A cualquiera con algún sentido de la moda le parecería una horterada su conjunto, pero yo podía ver el cielo en su cuerpo y de pronto la realidad se invirtió y me convertí en el dibujante de sus sueños.

Aquel día, aquel día perdido en el calendario, aquel día con un cielo cromático, sucedió algo inesperado. El autobús llegó a rebosar de gente y apenas cabía un alma. Sin embargo, las puertas se abrieron momentáneamente y Michelle, que estaba sentada a mi lado, corrió apresuradamente para entrar. Y así, las puertas se cerraron y vi cómo se alejaba perdiéndose entre la carretera, entre el camino hacia el horizonte marcado por los semáforos y las farolas aún encendidas. Entonces me sentí muy triste, mis ojos cayeron hacia abajo cuando me percaté de que había una horquilla con forma de violeta en banquillo con un papel enganchado. Tuve que esperar unos cinco segundos para reaccionar y cogerla. Como un niño pequeño que abre un regalo de navidad, desenganché el papel con emoción y lo abrí, allí había un número de teléfono: Para el chico con el que comparto mis principios de mañana.

Desde entonces la ciudad se paralizó en un cromatismo constante, las vistas desde la ventanilla se convirtieron en auténticas historias y la ciudad se renombró con el nombre de Michelle. 

La reina de mis mariposas me había regalado su llave al fin.

Sophía

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